*AMISTADES PERRONAS.
Por José Antonio Trejo Rodríguez.
Sábado por la tarde, la lluvia es intensa, se detiene un poco y arrecia; estamos guarecidos bajo el quicio de unos negocios apostados en la entrada del Montecillo aguardando el inicio de la procesión en honor de San Isidro Labrador, baja la intensidad de la llovizna y del domicilio de al lado sale un perro color amarillo, se ve joven y sin temor se acerca, antes de llegar a mí toma una pequeña piedra con el hocico y la deja sobre mi zapato, creo que desea jugar. Le señalo hacia la banqueta, unos metros delante de donde estoy, el perro se prepara para correr, ahora estoy seguro de sus intenciones y pateo la piedra hacia el sitio que le indiqué.
El perrito sale corriendo, recoge la piedra con el hocico, obviamente no podría hacerlo de otra forma, camina hacia mí y la arroja a mis pies. Pateo la piedra un poco más fuerte, sobre la banqueta, para no hacerle pasar riesgos en la calle; el peludo sale corriendo, la recoge y me la devuelve. Encuentro otra piedra, ahora son dos, la pateo y recoge ambas para llevarlas a mis pies. La situación se repite una y otra vez. Estoy riendo bastante, el perro también se está divirtiendo. Un señor del rumbo nos mira y sonríe divertido, ignoro si es su vecino o si viven en el mismo hogar. Retumban los cuetes, la procesión va a dar inicio y el peludo amarillo se escabulle hacia su casa.
Unos cuatro años atrás, durante mi trote matutino del sábado por los rumbos de San Pedrito Alpuyeca decido bajar hacia el libramiento, por una calle bastante empinada del Montecillo que lleva a unos escalones. Veo a un grupo de perros echados a mitad del camino, estoy acostumbrado a tratar con canes y no les temo, así que mantengo mi trote al pasar junto a ellos; de repente, uno de buen tamaño en color blanco decide levantarse de un salto y ladrarme, me detengo y lo conmino a cesar su hostilidad, llamándole “güero”. Continúo mi ruta y los olvido.
Semanas después recorro la misma calle, había olvidado al grupo de perros hasta que los veo echados afuera de su casa. Me detengo unos metros antes de ellos y camino, el perro “güero” me ve y mueve el rabo. Le saludo y el resto de sus compañeros también me saluda. Ya no me ladra. Al cabo del tiempo llego a vivir por el rumbo y el grupo de perros me recibe como si me conocieran de toda la vida, ayuda en mucho que les convido croquetas y restos de la comida. Ahora ya los conozco y entienden por los nombres con los que los identifico: el citado “güero”,” la hiena”, “el gordo amarillo”, “el Batman”. Con el paso de los días observo que la hiena tuvo cachorros, de ellos sobresale un negrito travieso que gusta de buscar para jugar a nuestro cachorro y mal geniudo Schnauzer.
Nuestro cachorro traba amistad con los vecinos que suelen echarse a la sombra afuera de la casa, el perrito negro crece bastante hasta convertirse en un perrazo, ahora él y “el güero” se encargan de impartir su justicia en la cuadra, asolan a otro perro de nombre “oso”, hermano del “güero” por cierto y a su pareja llamada “canita”, que son los amos y señores del tramo a la vuelta de su casa.
Mis amigos son valientes, pero se cuidan de no entrar en conflicto con “el chincolo”, “el hombre lobo” y “el orejitas” que viven a unos cien metros de ellos, pues son bravos, fuertes y territoriales. Frente a ellos vive otro negro, también unos gemelos chaparritos en color blanco conocidos como “los billeteros” pues audaces buscaban camorra contra los perros grandes y salían tan lastimados que me recordaban aquel viejo refrán chilango de “los dejaron pa´billeteros”; tienen como vecinos a unos chihuahuas y unos frenchitos que recorren sin temor la cuadra, explorando su vecindario, sin importarles los ladridos de los perros más grandes; hace unos meses tenían de vecina a una perrita a la que le decíamos “la napoleona” que fue envenenada por manos arteras y cobardes.
Metros arriba de la calle viven otros clanes perrunos, bastante bravos, no dejan pasar ni el aire y “el güero” se las ingenia para evitarlos, cortando por callejones y brechas para caminar hacia lo alto de la comunidad. Pasa el tiempo y la hiena tiene otra camada, sobresale otro perrito negro que crece muy rápido y por ello le llamamos “el mamut”, al igual que el otro “negro” gusta de molestar a mis peludos, queriendo jugar con ellos. “El mamut” da muestras de ser paternal, cuida a sus hermanos, nacidos en la siguiente camada; cuando los ve que salen de su casa y juegan en la calle, los toma con su gran hocico y los arrastra delicadamente hacia el interior de su domicilio. Una de sus integrantes es adoptada por nosotros y “el mamut” y ella se saludan cariñosamente cada que se encuentran.
Hay más canes que me saludan al paso, unos por juguetones: “el barbitas”, “los australianos” y “el amarillo” quienes siempre escudriñan lo que llevo en las manos, deseando quizá que fueran unos jugosos huesos para roer; lo mismo hace un enorme pastor belga que al verme se acerca meneando el rabo. Esos animalitos son mis vecinos, muestran su agradecimiento al mínimo gesto de amistad que se les brinda y exhiben su bravura cuando perciben que ellos o sus amistades están en riesgo, aunque solo sea su percepción y haya que calmarlos.
Esto que les cuento es sólo un ejemplo de los cientos o miles de interacciones que, sin duda, se dan en toda la ciudad, incluso en todas las ciudades. No nos caería mal pensar en modelar como sociedad, un sistema de convivencia con nuestros entendidos vecinos. Quizá un excelente ejemplo de ello sea lo que hacen en la lejana Turquía y en otras partes del globo: verlos como parte de la comunidad. No como enemigos ni como plaga, pues no son ni lo uno, ni lo otro. Esa es una tarea que en Tula y en el resto de México tenemos pendiente. *NI*