*Con la pandemia se enfrentaron al mayor reto, por la cantidad de cuerpos por incinerar.
*Hoy la cantidad de cremaciones casi iguala a la de las inhumaciones.
Por MARLENE GODÍNEZ PINEDA
Un horno que alcanza los 1,200 grados centígrados y una historia que arde desde 2011. Así se resume la labor de uno de los primeros crematorios del municipio de Tula, el de Funerales El Ángel, donde el fuego no solo transforma cuerpos en cenizas, sino que también marca el fin de un ciclo con respeto y dignidad.
“Nosotros empezamos nuestra primera cremación en septiembre u octubre del 2011, más o menos, ya con todos los permisos estatales”, recuerda uno de los tres encargados del crematorio, Ismael Hernández Montoya, con la precisión de quien ha sido testigo silencioso del cambio cultural en torno a la muerte.
Durante los primeros años, las cremaciones eran escasas. “A veces dos, tres al mes… y a veces ni una”, confiesa. Antes de contar con horno propio, los cuerpos fueron trasladados hasta Jilotepec, en el Estado de México, a dos horas de distancia, ida y vuelta, para ser cremados allá.
Todo cambió en 2020. La pandemia no solo llenó los hospitales, también colapsó los servicios funerarios. “La cremación se disparó, aquí y en todo el mundo”, dice. En ese tiempo, llegaron a realizar hasta siete cremaciones en un solo día, con cuerpos en refrigeración en espera de turno. “Fue la fecha en la que más cremaciones hemos tenido”.
A veces, los cuerpos llegaban sellados, sin posibilidad de ser vistos por sus familias. “Nos daban la instrucción de pasarlos directo, sin velorio, tal cual venían del hospital… no sabíamos ni qué traíamos dentro”, explica. El horno se saturó. Tuvieron que apoyarse de nuevo en el crematorio de Jilotepec.
Hoy, la situación se ha estabilizado. El promedio mensual oscila entre 15 y 20 cremaciones, casi igualando a las inhumaciones. Pero el cambio social es claro: “Ya muchas personas preguntan por la cremación, la contemplan, la planean”.
La cultura funeraria también ha tenido que evolucionar. Aunque en Tula existen pocos espacios para depositar urnas, como en la iglesia de San Marcos, la gente comienza a aceptar nuevas formas de despedida. “Antes la iglesia estaba en contra de la cremación. Ahora ya no. Todo depende de la familia”.
Más allá de la aceptación religiosa o cultural, las razones prácticas pesan. “Es más económico, entre comillas. Ya no se gasta en fosa, en excavación… y aquí en Tula no hay un nuevo panteón municipal. Estamos saturados”. Incluso, el mismo equipo del crematorio considera desarrollar un panteón privado cerca del Cereso.
Obtener los permisos para operar el crematorio no fue tarea fácil. “Nos llevó como un año y medio. Nos pidieron estudio de impacto ambiental, protección civil, todo es a nivel estatal”.
El proceso de la cremación
¿Y cómo es el proceso? “Después de la misa, el cuerpo llega aquí. Se pasa al horno, el cual tarda entre tres y cuatro horas. A veces dos y media si la persona es delgada; hasta seis horas si hay obesidad”. En algunos casos, deben negarse a cremar por cuestiones de tamaño. “Hemos tenido cuerpos de más de 200 kilos. En estos casos se usa el ataúd tambora, de un metro de ancho”.
Antes de introducir el cuerpo en el horno, lo despojan de ropa y objetos metálicos. “Después quedan pedazos de carbón, no cenizas como muchos creen. Estos se muelen en un cremulador hasta que se vuelven polvo”.
La urna que entregan está completamente sellada. “Las cenizas son 100% estériles, no hay problema de llevarlas en coche, en casa, o incluso en avión”. Y sí, a veces los cuerpos se mueven dentro del horno. “Se levantan los pies, los brazos… pero es por el calor, no es nada paranormal”.
Entre hornos, humo y cenizas: lo que no se ve de un crematorio
Además del trabajo emocional que implica dar el último adiós a un ser querido, operar un crematorio implica una ética firme, técnicas especializadas y también una buena dosis de sensibilidad. Aunque el horno del crematorio familiar tiene más de una década funcionando, sus operadores aseguran que jamás han mezclado restos humanos con los de mascotas.
“No se nos hace ético, aunque son animalitos queridos… no podemos cremar al perro en el mismo lugar donde estuvo tu familiar”, dice Hernández Montoya, con tono sereno pero firme. Eso sí, ya tienen planes de abrir un crematorio aparte, exclusivo para mascotas.
Todo el proceso, desde el ingreso del cuerpo hasta la entrega de la urna, se realiza con extremo cuidado. Las cenizas, nos explican, no son exactamente polvo cuando salen del horno. Primero pasan por un molino llamado cremulador , que tritura los restos carbonizados hasta volverlos cenizas. Luego se enfrían, se embolsan —primero en plástico, luego en tela— y finalmente se coloca en la urna.
La familia puede estar presente al momento de introducir el cuerpo al horno. A veces sube una o dos personas para dar un último adiós; el horno no se enciende hasta que ellas bajan. “No nos parece correcto que vean el proceso ya comenzado”, explica Ismael Hernández, quien junto con sus hermanos se hizo cargo del negocio familiar al morir el patriarca de la familia.
Sobre la seguridad, se toman medidas rigurosas: guantes y mandiles resistentes al calor, cascos especiales, extintores a la mano. “En casi 14 años, nunca hemos tenido un accidente”, asegura el entrevistado.
Aunque en otros estados el costo de la cremación varía según el peso del cuerpo —más cuerpo, más tiempo, más gas—, en Funerales El Ángel el precio es único. Manejan tres paquetes, que van de los 12 mil a los 18 mil pesos, según el tipo de ataúd. Todos incluyen velación, embalsamamiento, traslados y trámites. El ataúd, por cierto, puede tener más de una vida útil. Se reutiliza tres o cuatro veces y luego se dona a personas de escasos recursos.
La tecnología del horno, aunque modesta comparada con modelos más modernos de Estados Unidos, ha sido confiable. En otros lugares, explica, los hornos de alta tecnología fallan y se tiene que esperar al técnico extranjero. “Aquí preferimos algo más sencillo, pero que sepamos manejar”.
También están al tanto de nuevas prácticas como la aquamación —cremación en agua— o la sepultura en composta, aunque todavía no las ofrecen. Eso sí, manejan un ataúd “ecológico”, aunque luego de algunas modificaciones, el “mimbre” terminó siendo de plástico.
En cuanto al humo, sí hay emisiones, pero pasan por un segundo quemador que reduce las partículas contaminantes. “En la pandemia, sí hubo muchas quejas por el humo, pero a veces llegaban con ropa, sondas… no podíamos quitar nada”, explican.
Y sí, han cremado bebés, incluso extremidades amputadas. “Hasta un pie nos han traído”, comenta. Para eso, los familiares solo deben presentar una constancia médica y se entrega una urna, igual que en cualquier otro caso.
Los planes a futuro incluyen un nuevo panteón en un predio de casi 4 hectáreas. Ahí piensan construir capillas, mausoleos y trasladar un horno más moderno, con mayor capacidad. La idea es ofrecer servicios más rápidos, eficientes… y también espacios más bellos. Sueñan con un panteón estilo americano, aunque adaptado a la sequía de la zona: con cactus, plantas resistentes y un diseño digno para el descanso final.
La otra cara del crematorio: relicarios, embalsamamiento y despedidas dignas
Además de inaugurar el primer crematorio en Tula, el equipo detrás de esta funeraria también ha desarrollado servicios poco comunes en la región, como los relicarios para llevar cenizas en pulseras o dijes, y hasta ha considerado un proyecto de cremación para mascotas. “Una vez nos preguntaron si podíamos cremar un loro”, recuerda con una sonrisa el entrevistado. Aunque todavía no lo hacen, no descartan incluir un espacio para animales en el futuro.
El trabajo en este lugar va más allá de lo técnico. Embalsamar, reconstruir cuerpos e incluso hablar con los difuntos forman parte del día a día de los trabajadores. “Yo sí he hablado con ellos. Les digo que ya está su familia aquí, que dejen que los embalsame bien… que no me vayan a hacer una maldad”, cuenta. Las bromas son su forma de sobrellevar lo difícil del oficio, sobre todo cuando les toca preparar el cuerpo de un niño o lidiar con tragedias como la explosión en Tlahuelilpan, donde llegaron más de cien fallecidos.
El área de embalsamamiento —ubicada en el tercer piso— también opera como una especie de Semefo, ya que en Tula no existe una sede oficial del Servicio Médico Forense. Por ello, la funeraria ha prestado sus instalaciones para que ahí se realicen las necropsias legales. “Aquí llegan de todo: accidentes, homicidios, suicidios…”, explica.
Pese a lo rudo del entorno, no falta quien se conmueva. “Una vez, una señora embarazada vino con sus dos hijos a despedirse de su esposo. Ver eso, pensar que uno podría estar en esa plancha… me quebré”, confiesa el embalsamador.
Aunque las leyendas urbanas sobre fenómenos paranormales rodean estos lugares, ellos lo explican con naturalidad. “Cuando inyectamos químicos, a veces el cuerpo hace un sonido raro, pero es solo aire saliendo de la tráquea”, dice. Sin embargo, una vez alguien tocó la puerta del cuarto de embalsamamiento… y no había nadie del otro lado.
Por ahora, siguen en planes de construir un panteón particular, ya que el espacio para inhumaciones en Tula está al límite. “Imagínense otra pandemia, y sin dónde sepultar. Mucha gente ya mejor opta por la cremación”, afirman. Mientras tanto, este crematorio, además de innovar en servicios, también humaniza la muerte en una ciudad que apenas comienza a cambiar su manera de despedir a los suyos. *NI*