Por Miguel Angeles Arroyo
El hecho de que las primeras bacterias se hayan organizado, hace más de tres mil millones de años, en comunidades complejas llamadas estromatolitos constituye —nos dicen los biólogos evolucionistas— la prueba de que la cooperación es la mejor estrategia que han encontrado los organismos para sobrevivir en nuestro planeta.
Lejos de haberla olvidado, la mayoría de las especies —de todos los reinos, tamaños y entornos— sigue perfeccionándola, a tal punto que eminencias como Lynn Margulis aseguran que la evolución se basa en las formas más exitosas de hacer comunidad, y no en la supremacía del más fuerte como creen algunos.
Tomemos por ejemplo a los primates, nuestros parientes más cercanos, y veremos que casi todos, desde los gorilas hasta los bonobos y los monos tití, forman grandes grupos estructurados de diversos tamaños, pequeñas sociedades que no sería exagerado llamar comunidad.
Desde la época de las cavernas, los seres humanos hemos hecho lo mismo. La vida gregaria nos da seguridad, un sentido de pertenencia y también —en muchos casos— una identidad. Entre las innumerables ventajas que ofrece está la posibilidad de que alguien nos alimente y nos cuide cuando lo necesitemos, ya sea en la infancia, en la enfermedad o en la vejez.
Sin embargo, una comunidad nos exige también retribución y compromiso, espera que velemos por el bien de los demás y que, si es necesario, prioricemos ese interés colectivo sobre nuestro bienestar individual.
El trabajar juntos e intercambiar ideas, permite reconocer las formas en que se relacionan los lenguajes, los compromisos y motivación, así como los elementos que son valorados en la comunidad; esta interacción permitirá conocer e identificando lo que piensas y cómo trabajas, lo que permitirá el entendimiento mutuo y gradual para sentirse cada vez más parte de esa comunidad.
A pesar de que todos los días surgen comunidades virtuales, como Instagram o Facebook, los humanos que habitamos en las grandes ciudades nos sentimos cada vez más solitarios.
Con la llegada de la Revolución industrial, las familias se han reducido a su mínima expresión. El neoliberalismo nos ha hecho creer que lo más importante de todo es el individuo y sus necesidades materiales. Este modo de entender la vida, que se presenta como una no-ideología o puro sentido común, es en realidad el producto de una cultura en decadencia —la capitalista— y va en contra de eso que los estromatolitos aprendieron hace miles de millones de años.
Quizá sin saberlo, mientras damos vueltas y vueltas, ansiosos, sin saber exactamente qué nos duele, echamos en falta la vida comunitaria y esa añoranza ignorada ha despertado en nosotros un profundo y asfixiante sentimiento de desconexión que se expande entre los individuos de nuestra especie como una pequeña pandemia.
Espero que estas líneas sirvan para caminar hacia un mundo donde la comunidad se reconozca como una de nuestras mayores fortalezas. Felices fiestas. *NI*