Por José Antonio Trejo Rodríguez.
“Le dijo el gato al ratón: sal de la cueva papá, sal de la cueva papá…” comienza una alegre canción cubana, la cual disfrutaremos en otra ocasión, pues hoy lo que nos ocupa es lo que el gato y el ratón, dos buenos compitas tulenses parlaron y lo que le pasó a uno de ellos. La historia, ocurrida a fines de los años ochenta es escalofriante, digna de ser conocida en estas fechas de fieles difuntos. Ahí les va.
Le dijo el gato al ratón al cruzarlo por un pasillo de su trabajo: voy saliendo de la chamba, se me hace que me jalo para la casa en Tula ¿A qué hora sales? El ratón lo miró fijamente, como que no creía que el gato se animara a viajar al filo de las 9 de la noche desde el lejano oriente chilango hasta la central de autobuses de 100 metros y luego treparse a un camión para llegar a su casa a la medianoche. Así que trató de convencer al gato de lo contrario.
“No manches minino. Mejor quédate, vete para el depto. (allí cerca rentaba un depa un grupo de tulenses que laboraban en la capital) Yo te alcanzo en una hora y minutos, compramos unas hamburguesas y un par de chelitas para cenar y ya mañana nos vamos temprano para Tulita en el tren de pasajeros, total ¿Qué prisa traes?”
El felino le reviró al roedor: “Mejor me voy, compita; así llegaré a cenar a la casa, veo unas películas y temprano me paro para correr y echarme un regaderazo. Para cuando tú llegues mañana a Tula yo ya hasta almorcé.” El ratón ya no insistió, sus labores le absorbieron y puso empeño en ello. Al sonar las diez campanadas del reloj, guardó sus chivas, se despidió de sus camaradas, checó salida y se fue feliz a su depa para cenar y roncar ¡Ya ni del gato se acordó!
A la mañana siguiente, como lo había planeado, el roedor se levantó al amanecer, se duchó, tomó un vaso de leche y enfiló hacia el metro Pantitlán para tomar una ruta 100 que lo depositó antes de las 7 en Buenavista. Compró un boleto de segunda clase para viajar en el tren a Tula, abordó el vagón de Ferrocarriles Nacionales de México; de suerte halló asiento, desdobló el periódico que minutos antes comprara en el estanquillo y con tranquilidad se dispuso a informarse de las últimas noticias, mientras la locomotora diésel silbaba, anunciando la salida del convoy.
Lentamente el tren abandonó los patios de Buenavista, cruzó la calzada Nonoalco, enfiló hacia la terminal del Valle de México, siempre con bastante movimiento de carga, se siguió ya con buena velocidad, parando en Lechería, en Cuautitlán, en Huehuetoca; había pasado alrededor de una hora desde que salieran de Buenavista, en 20 minutos llegarían a la estación del ferrocarril de San Pedrito, previo paso por unos túneles. Bajó junto a un robusto grupo y directo se fueron a tomar el Delfín que en unos 12 minutos los depositó en el Centro de Tula.
El ratón se enfiló a su cantón, en el camino se encontró con el dóberman, hermano del micifuz, quien le compartió una noticia inquietante sobre su compita: “Anoche espantaron a mi carnal. Ya el lunes que él te platique. Si estuvo gacho.” El ratón se quedó con la curiosidad y así pasó su fin de semana. Hasta que llegó el lunes y en el trabajo no encontraba a su compita. Lo alivió verlo en la hora del almuerzo, pero algo en el minino había cambiado, ya no era el muchacho alegre de todos los días, en su lugar había un tipo callado, con tez amarillosa y que respondía con monosílabos.
Al caer la noche, ya en su depa, los tulenses hicieron un cónclave, preocupados por la cara y actitud del micifuz, le pidieron que les contara qué había pasado el viernes por la noche, le cuestionaban si lo habían asaltado o si había visto algún accidente que lo tuviera sumido en la depresión. Por fin el gato se animó a contarles lo sucedido, quizá buscando desahogo y el consuelo que en su alma anhelaba.
“El viernes salí del trabajo y me fui a la central camionera, tomé el autobús de las 10 hacia Tula, hasta allí todo bien. Llegué y no hallé taxi, así que me colgué la mochila y comencé a caminar hacia la casa. No había ni un auto, nada de tráfico, podía escuchar a las chicharras cantar; llevaba un rato caminando y me di cuenta de que estaba sudando, tenía apetito y solo pensaba en llegar a la casa, comer algo, platicar con mi jefa y mis carnales, ver una peli y dormir.”
Continúa su relato el felino: “Estaba llegando a mi casa, en unos 10 minutos estaría abriendo la puerta: cuando caí en la cuenta de que pasaba junto a un gran árbol, muy frondoso, en donde los vecinos decían que se aparecía una bruja. No sé si me sugestioné, sudé frío; y de repente una luz cruzó frente a mí, una mano se posó en mi hombro empujándome, caí de rodillas y con claridad escuché una risilla burlona que salía de atrás del árbol. No sé cómo le hice para levantarme. Como un robot caminé hacia la casa, llegué y toqué la puerta, abrió mi jefa, me ofreció de cenar y no pude balbucear palabra, me fui directo a acostar.”
“Al amanecer me dolían las rodillas y me di cuenta de que me acosté con todo y ropa, ni los zapatos me quité; mis pantalones estaban nuevos y en la caída se me rompieron de las rodillas. Ese día no comí nada, no podía hacerlo. Le platiqué a mi jefa lo que me pasó y a su vez, ella le dijo a mi abuelita, quien me quería llevar a curar de susto con una señora por el rumbo del chayote. En la noche no puedo dormir. Se me hace que pediré permiso para ir con mi abue.”
Todos sus compitas quedaron azorados por la experiencia que el micifuz había vivido, algunos recordaban remedios caseros para el susto, otros querían llevarlo a un templo. Por fin, el siguiente fin de semana el gato accedió a que su abue lo llevara a que lo curaran del susto y santo remedio, ya pudo dormir, comer, reír y con el paso de los días volvió a ser el muchacho jovial que solía ser hasta antes de que la bruja lo espantara. *NI*