Por José Antonio Trejo Rodríguez.
Es un hombre de la tercera edad, se gana el pan realizando labores de jardinería, plomería, construcción, limpieza y de ser el caso hasta meserea, el mejor testigo de su atareado trajín es su tatemado sombrero de palma que nunca falta a la cita posado en su testa plagada de canas. Su aspecto es bondadoso, bonachón, “hasta parece figurita de abuelito de nacimiento” dice de él su amiga doña Cuca. El rostro está surcado por todas las arrugas que pueden manifestarse en una cara; su cuerpo es pequeño, un poco encorvado por el peso de los años, aunque a ciencia cierta nadie conoce su edad. Es delgado pero correoso, al igual que los brazos que muestra al llevar arremangada la camisa que, cabe decirlo, ha visto pasar mejores días.
Hombre de fácil palabra y de excelente humor, gusta de charlar a la menor provocación y de bromear a cada instante. Quizá su forma de ser es lo que lo hace tan apreciado por sus amistades quienes, cabe señalar, recorren prácticamente todos los grupos de edad: desde jóvenes hasta adultos mayores. Y es una de esas charlas que él mismo gusta rememorar, que llevó a sus amigos a ponerle el peculiar sobrenombre.
Se encontró nuestro personaje con uno de sus amigos, más o menos de la misma rodada, ambos trataron, a son de broma, de endilgarle más años que el otro; sin embargo, dicen los testigos que ya los dos se miraban bastante grandecitos. Uno le decía al otro que era más grande que él y que de plano se miraba mucho mayor de lo que era; el otro refuta con argumentos similares y ambas partes debatían sin dejar de hacer mofa de lo que hacía el otro, actividades atribuibles a su avanzada edad, pero sobre todo a lo que ya no podían hacer.
La discusión duró varios minutos hasta que, nuestro personaje, quizá cansado de tanto alegar y de reír a costillas del otro y de sí, aventuró a su compañero que, viéndolo bien, le quedaba menos de una semana de vida. La funesta profecía se cumplió con exactitud, pues el amigo falleció antes de ocho días. Los amigos de ambos que fueron testigos del diálogo sucedido pocos días atrás, se quedaron perplejos por el macabro desenlace, que achacaron a la casualidad; y en verdad a qué otra cosa podría haberse achacado.
Pasó el tiempo, el impacto y el duelo y el personaje de esta columna regresó a las andadas: trabajando, platicando, bromeando, conviviendo con sus familiares, amigos y conocidos, hasta que se halló a otra de sus amistades quien le confió que sería operado del apéndice, nada grave, siguieron la charla y al despedirse nuestro actor le dijo que le deseaba buen camino, por si no se volvían a ver. Aquel hombre acudió a su cirugía y un paro cardiaco lo llevó a la tumba. De nueva cuenta el mal fario guiaba las palabras de aquel sujeto.
Sus amigos, entre broma y veras, dedujeron que ya no obraba la casualidad, que su amigo poseía algún don que le permitía ver el fin de los días de quienes hablaban con él, como si fuese un oráculo, un pitoniso, un adivino, una divinidad, dijo uno de ellos, tomando como guía las figuras de “Huehuetéotl” la deidad prehispánica también conocida como “el dios viejo del fuego” representado por un sonriente viejecito sentado en el piso, cargando sobre su cabeza un incensario y ya entrados en gastos agregó “este es un diosito porque está viejito y chiquito”
A partir de ese momento se le quedó el sobrenombre y la fama. Sus amistades gustan de embromarse unos a otros, incentivando a preguntarle a su viejo amigo cuántos días le quedan para llegar al fin del camino. Por supuesto que no se dan por aludidos y reviran retando a sus contrapartes a hacer lo propio. Al final del día, ni unos, ni otros, se atreven a preguntarle nada y aquel tampoco especula al respecto. Está claro que todos prefieren mantener distancia de los proféticos plazos fruto de la casualidad.
Pero, de cualquier forma, amiga lectora, amigo lector, si lo conocen o lo llegan a encontrar no intenten abusar de la fortuna; ni por asomo se les ocurra entablar discusión con el simpático viejecito parecido a Huehuéteotl, mucho menos si hablan de plazos fatales; recuerden que ya le atinó a un par y bien podría incrementar su fatal marca. Así que lo mejor es no tentar las mortuorias probabilidades y dejar para don Juan Manuel, aquel personaje de leyenda colonial de la Calle de Uruguay de la Ciudad de México, dada a conocer por el cronista Artemio del Valle Arizpe, la frase que soltaba: “dichoso usted que sabe la hora de su muerte” antes de hundir el frío acero de su espada en la humanidad de sus víctimas, a quienes previamente les pedía que le dijeran la hora. *NI*