*VAMOS A LA PLAYA
Por José Antonio Trejo Rodríguez.
Era la oportunidad de ir a las playas de Colima a darse un chapuzón y no lo desperdiciaríamos por lo que, por la tarde de un día soleado tomamos el tren pasajero rumbo a Guadalajara; en las maletas cargamos toallas, playeras, shorts, chancletas y en las bolsas de mandado pollo frito, pan, refrescos, papel, jabón. El itinerario marcaba salir de Buenavista, para agarrar asientos, viajar toda la noche para llegar muy temprano a la perla tapatía y enseguida echar a correr para abordar el tren a Manzanillo.
He de decir que fue la mejor elección que hallamos realizado pues, como era costumbre, el tren a Guadalajara iba repleto de viajeros que no solo llevaban por destino la bella ciudad en la que nació Lucha Reyes pues, muchos transbordan de allí hacia las entidades del pacífico y norte del país, desde Nayarit, hasta Baja California, pasando por Sinaloa y Sonora.
Nada más fue salir de Buenavista y ya queríamos cenar un trozo de pollo frito y después intentar dormir con el chacachá del tren. Cada vuelta al sanitario nos obligaba a tapar la nariz y a aguantar la respiración por el fuerte olor a creolina que los empleados utilizaban para la limpieza. Gracias al fuerte calor y al material de los contenedores, el agua salía casi hirviendo de los lavamanos y de los dispensadores de agua que cada vagón llevaba.
La noche cayó y el cansancio nos rindió para despertar justo antes de llegar a Guadalajara, comer un pan y preparar las maletas y chiquillos para descender volando y dirigirnos al siguiente expreso, en el que afortunadamente hallamos sillones disponibles y allá vamos rumbo a la costa del pacífico; viaje que duraría prácticamente el día entero.
El tren se adentraba a territorio colimense, los volcanes de fuego y el nevado nos daban la bienvenida a lo lejos. Muy pronto era la sierra, sus montañas y exuberante vegetación, puentes larguísimos que atravesaban profundas barrancas y de repente, al caer la tarde, el calor nos abrazaba y las palmeras a lo largo de la vía nos anunciaba la próxima llegada a la costa.
Llegamos a Armería y preparamos nuestras maletas y las bolsas exiguas, ya vacías de pollo frito y pan; preparando nuestro descenso en Cuyutlán, pues la fama de una gran ola verde que baña la playa entera nos sedujo y quisimos conocerla. El lugar era pequeño, una calle con casas de huéspedes, hotelitos, restoranes y algunos otros negocios a cada lado y al fondo el majestuoso océano pacífico azotaba la playa.
Sudorosos nos instalamos en un modesto hotel y raudos salimos con la idea de comer o mejor dicho cenar y dar un paseo por el malecón. La luz solar se extinguió y el alumbrado público guió nuestros pasos para observar a un grupo de muchachos practicando boxeo a pie de playa. La brisa refrescó nuestros rostros y cansados pero satisfechos nos dirigimos a dormir. Nada más que los mosquitos tenían otros planes y con una serenata de zumbidos nos obligaron a tratar de aplastarlos utilizando el Esto que esa mañana habíamos comprado en Guadalajara. Misión imposible que, solo el humo de la cáscara de coco apaciguó un poco.
Temprano nos preparamos para, después de desayunar, conocer por fin la playa, refrescar nuestros cuerpos con la tibia agua del pacífico mexicano. Los dueños del hotelito nos llenaron de recomendaciones: “es mar abierto, no se expongan, la ola verde solo ocurre en una temporada del año que no era esa”. La playa era muy ancha y estaba llena de visitantes, muchos extranjeros cuya presencia no habíamos notado la noche de nuestro arribo.
Sobre la arena se disponía de tapetes de plástico para auto que formaban una especie de vereda directa al agua. Con tino los seguimos para apartar un pedacito de la playa y establecer nuestra base. Los chiquillos festivos comenzaron a juguetear y patear arena uno a otro hasta que perdieron sus huaraches y de repente brincaban despavoridos y llorando, pues la arena estaba tan caliente que les quemaba las plantas de los pies; llevarlos a la arena mojada por las olas fue la solución.
El vaivén de las olas nos permitía mirar el precipicio que la superficie del mar nos negaba; era cierto que el mar era abierto y profundo, quizá teníamos unos 10 metros de playa para mojarnos sin mayor riesgo, pero la fuerza de las olas casi nos jalaba. De pronto, la palabra mágica: una cascarita de fut playero con un grupo de muchachos del lugar y extranjeros, que divertido. *NI*