*EL AHORRO ESCOLAR.

Por José Antonio Trejo Rodríguez

Esto que voy a narrarles es una historia real, se inicia en los albores de la ya lejana, década de los años 70 del siglo pasado; periodo que, si yo lo digo me parece cercano, pero en realidad es más de medio siglo. En las escuelas primarias públicas se fomentaba un excelente hábito de ahorro semanal entre el alumnado, de la mano del entonces Banco de Comercio, cuya sede se hallaba en la Calle Hidalgo en esquina con Morelos en el Centro de Tula.

Cada lunes acudía un señor muy serio a visitar cada uno de los salones de la Benito Juárez con un maletín en el que llevaba fajos de boletas en color verde amarillo que, mostraban un diagrama de rayas en las que anotaba fecha y cantidad que cada semana el alumnado ahorraba; en la parte superior se identificaba el nombre y el grupo del susodicho.

Los discípulos entregaban la cantidad que en esa semana ahorrarían: un quinto, un veinte, un tostón, uno o varios pesos; como ya les dije, el señor del banco anotaba y echaba las monedas en una bolsa de lona. Al concluir su labor salía y se dirigía al siguiente salón hasta terminar de visitar y recoger el ahorro de toda la escuela; entonces se marchaba acompañado de un guardia.

Semana tras semana, el proceso se repetía, desde septiembre hasta julio en el que se entregaba a cada uno la cantidad ahorrada durante el año escolar. No me pregunten si pagaban una tasa de interés, supongo que así era, pero no lo tengo presente, solo la felicidad de recibir los pesos guardados con ahínco y férrea voluntad que, permitirían a la familia sufragar algún gasto o gusto o, como en mi caso ocurrió: abrir una cuenta de ahorro en el citado Banco de Comercio a donde fui a parar acompañado de mi hermano.

Obviamente la cuenta de ahorro no podía estar a nombre de un niño, por lo que mi hermano la abrió a su nombre; le entregaron una carterita en color verde, el olor que despedía era a nuevo y siempre olió así; al interior sus hojas en color verde amarillo contenían la cantidad ahorrada. El ciclo se repetía cada fin de cursos, así que la cuenta iba engordando hasta que llegó la debacle, el fin de una era en forma de devaluación del peso contra el dólar que, pasó de costar 3 a 12 pesos.

Otros años más y la inflación se comió las cifras, el dinero ahorrado valía cada vez menos y la sucursal se cambió de domicilio, al actual que hasta el día de hoy ocupa, aunque ya con otro nombre. Entre mi hermana y yo planeamos adquirir un poderoso equipo de sonido de origen japonés de marca Fisher, solo que nuestro presupuesto estaba corto, así que, considerando que tenía ese dinerito desde al menos una década atrás decidí que era momento de echarle mano, así que, le pedí a mi hermano que en una de sus visitas cancelara la cuenta y me diera mi ahorro de la niñez.

Por fin completábamos para ese soñado, compacto y moderno Fisher con tornamesa que iba de los 45 a las 78 revoluciones por minuto, con un pequeño ecualizador, dos caseteras, radio AM y FM, dos bocinas que reproducían fielmente los LP´s, las cintas. Grababa de disco a cassette, de cassette a cassette y de radio a cassette ¡Todo un prodigio! Todavía conservo algunas grabaciones tomadas de las ondas hertzianas de mis estaciones favoritas, aunque para ello requería usar un gancho de alambre como si fuese antena.

Lo mejor llegó ante la aparición del CD; un amigo del trabajo me ofreció en venta un reproductor de discos compactos marca Sony, ya que él compraría uno mejor. El precio resultaba atractivo y me hice del aparato. Para poder usarlo hice que al Fisher le adaptaran entrada para auxiliares y entonces sí, comencé a adquirir discos compactos pues se escuchaban con mayor fidelidad que los LP´s.

Pero no es mi intención abrumarles, solo recordar ese estupendo hábito escolar del ahorro que, no sé si siga existiendo; pero que bueno era. *NI*

Por Nueva Imagen de Hidalgo

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