*La modernidad cierra puertas a la migración.
La crisis migratoria no es para nada algo que pueda ser tomado a la ligera, ya que se trata de un problema real que atenta contra la vida de millones de personas alrededor del mundo. De acuerdo con el último informe emitido por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el número de desplazamientos forzados a nivel mundial se ha incrementado exponencialmente en la última década gracias a los enfrentamientos armados, la violencia e inseguridad social, la desigualdad económica y los problemas ambientales; conflictos que arrojaron un total de 281 millones de personas desplazadas en el mundo durante el 2022.
Por su parte, los registros recaudados por el Instituto Nacional de Migración (INM) indicaron que, en 2023, la migración irregular en México se elevó un 77% respecto al año pasado; porcentaje que implicó la llegada de 782,176 personas a suelo mexicano, en pos de encontrar asilo permanente en el país o de albergue temporal mientras gestionaban su traslado a tierras estadounidenses.
Más allá de simples estadísticas, creo que este crecimiento de la población migrante pone de manifiesto la profunda crisis por la que atraviesan las sociedades modernas, que alguna vez buscaron progreso y bienestar para la humanidad.
En el libro “Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias” (2003), Zygmunt Bauman explica precisamente que el proyecto moderno se erigió sobre la base del Estado de derecho, con el fin de proteger, mediante sus instituciones, a todos los ciudadanos adscritos al orden establecido por las leyes constitucionales.
La principal garantía que otorgaba el Estado consistía en cuidar a los individuos de no ser declarados «superfluos» por la sociedad. En palabras de Bauman, «la superfluidad comparte su espacio semántico con personas o cosas rechazadas, basura, desperdicio, residuo cuyo destino es el vertedero». En consecuencia, cabe entender que el Estado moderno tenía la responsabilidad de generar las condiciones de posibilidad necesarias para que cada persona tuviera un lugar digno en la sociedad y contara con los medios adecuados de subsistencia.
Dicho con mayor claridad, todos formarían parte del progreso, pues el Estado insertaría seguridad y certidumbre en las vidas de sus protegidos, incluso si éstos llegaban a tropezar y caer en algún momento. Sin embargo, la vida social en el mundo moderno no evolucionó así, al menos no para todos, ya que los boletos de abordaje para el tren del progreso eran, y siguen siendo hasta la fecha, limitados.
Así pues, Bauman concluye que «la producción de residuos humanos es una consecuencia inevitable de la modernización y una compañera inseparable de la modernidad»; de modo que el título de su libro alude a los daños colaterales del proyecto moderno, en cuya ejecución quedan fuera de la jugada millones de personas en el planeta, a causa de la fractura del Estado en su papel de protector.
En una lucha por los recursos y el desarrollo interno de las naciones se abre paso a la competitividad y el individualismo extremos a costa de la solidaridad genuina entre seres humanos. Prueba de ello es que, actualmente, los países más desarrollados y con altos índices de migrantes en sus fronteras, como es el caso de Estados Unidos, están tomando medidas rigurosas para evitar el paso de gente externa a su territorio. También lo es el hecho de que la xenofobia y el racismo han cobrado mayor fuerza entre los residentes de esos países, debido a un sentimiento de invasión y despojo con respecto a lo que estiman que les pertenece. En consecuencia, recuperar el peso de la balanza que corresponde al lado de la colaboración humanitaria resulta una tarea cada vez más difícil.
Finalmente, se puede inferir que los migrantes causan incomodidad y rechazo porque visibilizan aspectos de la realidad que se prefiere mantener ocultos, por ende, son vistos como portadores de malas noticias. Permiten ver, por ejemplo, que en algunas partes del globo todavía no se supera el pensamiento imperialista; también el hecho de que la violencia cotidiana y la desigualdad económica crece día a día; sin mencionar la inquietante inestabilidad ecológica cuyas víctimas suelen ser las personas de bajos recursos. Pero sobre todo nos muestran que, en un entorno donde el Estado ofrece cada vez menos garantías frente al poder del Mercado y su incidencia en la regulación de las sociedades, nada ni nadie nos protege de que algún día estemos del otro lado de la puerta.
Cabe advertir en ese riesgo latente una especificidad de nuestro tiempo: mientras al viejo Gran Hermano le interesaba disciplinar aquellos cuerpos y subjetividades que no encajaban en sus moldes hasta hacerlos calzar en ellos; al nuevo Gran Hermano le gusta marginar todo lo que se sale de su norma de rendimiento y consumo. Ante tal amenaza, reflejarnos en el padecimiento de los migrantes es quizá una vía de reapertura a la empatía, la cual resulta muy necesaria en una época donde cada día sube el número de existencias a la deriva. *NI*